En el marco de una conferencia a cargo del Consejo Nacional para prevenir la Discriminación (CONAPRED), un compañero de la oficina comentó que la discriminación provoca la descomposición del tejido social, ya que ésta ejercida sistemática y progresiva hacia ciertos sectores, ha generado que puedan ejercer violencia (homicidios, secuestros, violaciones, asaltos, etc.) hacia sus semejantes sin ningún remordimiento, puesto que no los consideran como iguales. También agregaba que no se debe utilizar la lástima como agente para el reconocimiento de las diferencias de los individuos. Me parece interesante, pero no necesariamente cierto.
Cambiemos la perspectiva, la discriminación consiste en una elección, y adquiere un carácter peyorativo cuando vulnera los derechos humanos de los individuos, por ello, el discurso oficial (no me refiero al gubernamental sino al impulsado por el modelo económico-social actual corporativista que incentiva el consumo) ha cambiado, el reconocimiento de la pluralidad es una exigencia en tanto que las diferentes identidades funcionan como “nichos de mercado”. Para homologar es necesario reconocer, para después intercambiar y eventualmente imponer.
No es la discriminación en si misma, por más sistemática y progresiva que sea, la que provoca la descomposición del tejido social, sino la marginación que la genera. La pobreza como circunstancia que imposibilita a los individuos el acceso a los mínimos satisfactores esenciales para su pleno desarrollo, provoca un sentimiento de inconformidad que puede capitalizarse a través de la violencia.
La población indígena, heredera de la opresión, la marginación y la miseria, factores que en muchos casos suelen considerarse como “normales” para ellos en la sociedad mexicana, no sólo son señalados por su color de piel, rasgos, idioma o vestimenta, no es su diferencia en si misma, sino el olvido crónico.
Continuemos con el ejercicio, identifiquemos otros sectores sociales o “grupos vulnerables”, en la mayoría de los casos, identificaremos que es su participación en el mercado la que define el reconocimiento o no de sus derechos humanos, y no sólo la discriminación como sentimiento de rechazo, porque finalmente: todos discriminamos.
¿Qué atenta más contra los derechos fundamentales, que no se permita la entrada de un indígena a un restaurante o que éste tuviera que abandonar a su comunidad y familia en un intento por salir de la miseria?
Retomemos el segundo punto, “el fin justifica los medios”, por qué no apelar a la lástima, un sentimiento puramente humano, para acabar con otro, la discriminación, igualmente humano. En mi caso, la respuesta es simple, y poco tiene que ver con que me ofendan los rostros desencajados de las poblaciones marginadas, sino con algo muy sencillo que aprendí gracias a mi padre: “la dignidad no se negocia”.
Todas las personas tenemos iguales derechos, pero no percepciones, características o circunstancias, y eso es positivo, nos da diversidad. El conseguir el justo equilibrio entre estos elementos es el reto de la posmodernidad. ¿Para qué? Buena pregunta, solo podemos dar una posible respuesta: el desarrollo pleno del individuo.
La reflexión del día: ¿Tenemos derecho a discriminar?
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